Siembra vientos, y recoge tempestades

Cada cierto tiempo, los agricultores deben hacer frente a una importante cuestión: qué sembrar en sus huertos. Puede parecer algo sencillo, pero esta decisión es el producto de un gran número de factores. ¿Qué lluvias se esperan los próximos meses? ¿Cómo de fértil es mi tierra? ¿Cómo de productiva ha sido la última siembra? Y, por supuesto, la más importante de todas: ¿qué quiero recoger la próxima cosecha?


Si uno siembra tomates, recogerá tomates. Si por el contrario decide sembrar limones, recogerá limones. Aunque un cultivo sea más rápido o más productivo que otro, el resultado siempre será el mismo: uno recoge lo que siembra.


Algo he podido aprender después de pasarme toda la vida junto a huertas, campos e invernaderos, y es que los cultivos no se transmutan unos en otros. No hay ninguna complicada alquimia alterando la naturaleza de aquello que crece en nuestros campos. Por ello, el agricultor debe ser consecuente con las decisiones tomadas en la época de siembra, ya que de estas dependerá la próxima temporada agrícola. Algo tan sumamente crucial que en tiempos pasados errores de cálculo durante esta etapa podían significar la diferencia entre la peor de las hambrunas o una feliz época de abundancia.


Gracias a los avances de la ciencia moderna hemos dominado el arte de la siembra y, de paso, evitar tales extremos. Ahora, no solo somos capaces de modificar el campo de cultivo para que las condiciones sean más favorables. No nos limitamos a construir acequias, rotar cultivos y montar espantapájaros que ahuyenten a visitantes no deseados en las fincas. En la actualidad, podemos cambiar al propio cultivo desde su más primitivo germen. Desde las técnicas genéticas que nos permiten alterar el genoma de las semillas para producir plantas más fuertes, más productivas o más resistentes a condiciones adversas, hasta los innovadores tratamientos de ingeniería metabólica traídos de la mano de la fisiología vegetal que aumentan con creces el éxito de las siembras, los seres humanos no solo podemos moldear nuestros cultivos a total voluntad, sino que cada vez más nos vemos en la obligación de recurrir a ello.


Muchos de los problemas actuales de la humanidad pueden verse severamente acrecentados si descuidamos algo tan básico como aquello que sembramos. La situación actual de cambio global nos posiciona cada vez más contra las cuerdas, a medida que las temperaturas, el número de especies perdidas y las desigualdades ascienden de forma lenta, pero inexorable. Perder ese control (si es que alguna vez lo tuvimos) sobre la agricultura puede ser una de las mayores tragedias que pueden sucederle a nuestra civilización tal y como la conocemos. Porque, pensemos: ¿qué se podrá plantar cuando las tierras de cultivo se vuelvan saladas y secas? ¿Qué pasará cuando las plantas pierdan sus flores y se vuelvan estériles por culpa de los estreses a los que son sometidas? ¿Qué podremos recoger cuando no haya nada que sembrar?


Uno recoge lo que siembra. Y este es el trágico fruto de nuestra cosecha.


Décadas de decisiones irresponsables tomadas por personas irresponsables nos han llevado hasta aquí. Hasta las puertas de grandes hambrunas y catástrofes sociales provocadas por algo tan simple como una mala cosecha. Parece algo propio del neolítico, problemas de aquellos primeros agricultores que sembraban las tierras del Creciente Fértil en busca de algo que llevarse a la boca. Una plaga que, por mucho que mandemos lejos de nuestros cultivos, no somos capaces de erradicar.


El hambre, la enfermedad o la guerra son algo más que figuras bíblicas a las que esperar en el apocalipsis. Son problemas humanos. Y como tal, requieren soluciones humanas. Por suerte, como humanos que somos, podemos darlas.


En nuestros conocimientos científicos reside el poder para luchar contra todas estas problemáticas. Ofrecer respuestas eficaces a las plegarias de aquellos que sufren por cualquier condición. Disponemos de la tecnología para mejorar la calidad de vida de poblaciones enteras, de acabar con el hambre, con las enfermedades e incluso con los conflictos bélicos que les atormentan. Podemos diseñar mejores técnicas de cultivo y mejores plantas para la alimentación humana. Podemos crear mejores tratamientos para combatir afecciones de todo tipo. Podemos advertir de los peligros de la guerra, tanto en la salud de las personas como en la de los ecosistemas azotados por la misma, e incluso revertir los daños provocados por ella. Pero si queremos recoger frutos tan prometedores como estos, primero tenemos que hacer una buena siembra. Porque de ella depende el futuro de millones de vidas (si no más).


Cuando se siembra una semilla, esta no da lugar a otra semilla. En su lugar, da lugar a decenas, o incluso cientos de ellas, encerradas en jugosos frutos que pueden ser aprovechados por aquellos que realizaron la siembra original. Las semillas, al igual que las decisiones humanas, se reproducen de forma exponencial. Por lo que una mala decisión no solo dará lugar a un mal resultado, sino a decenas, o incluso cientos de ellos. Mi familia siempre ha repetido hasta la saciedad el mismo refrán: siembra vientos, y recoge tempestades. Siembra malas semillas, y recoge una cosecha pésima. Siembra odio, y recogerás aún más odio. Porque recordemos que uno solo puede recoger lo que siembra.


Y al igual que los limones no se transforman en almendras, las malas decisiones no pueden transformarse en buenos resultados. Como ya hemos visto, la ciencia es capaz de mejorar cosechas, desde que se siembra la semilla hasta que los frutos de esta se recolectan. Curioso que, al mismo tiempo, la propia ciencia sea uno de esos terrenos baldíos y descuidados en los que alguien rara vez decide invertir recursos para hacer de ella algo mejor. Si es eso lo que sembramos, si lo único que los encargados de gestionar los vastos campos del saber científico son capaces de hacer es dejar que se seque hasta el último de sus brotes, no esperemos recoger grandes cosas.


Pero aún estamos a tiempo. Aún estamos a tiempo de tomar azada y rastrillo y labrar la tierra de nuestro futuro. De sembrar las semillas que nos den un destino mejor, de mimar y cuidar los cultivos que broten de ellas, llenos de esperanzas y recursos que tan necesarios son (y serán) para la humanidad.


Porque cuidar la ciencia es cuidar de nuestro porvenir.


Porque cuidar la ciencia es cuidar la paz.


Porque cuidar la ciencia es cuidar al desarrollo.


Porque cuidar la ciencia es cuidar de nosotros mismo

Fotografía: Cortesía de Ralph vía Pixexid.